miércoles, 5 de agosto de 2015

exto de María Bautista
Ilustración de Raquel Blázquez

Hace mucho, mucho tiempo, el planeta en el que vivimos no estaba habitado por personas sino por otros seres muy distintos: los dragones.

Los había de todos los tamaños y de todos los colores. Algunos expulsaban fuego por la nariz y otros, más amables, echaban flores. Había dragones que comían ratones y otros que simplemente se alimentaban de hierba. Había dragones a los que les gustaba hacer piruetas al volar (los llamaban bailarines) y había otros que si volaban demasiado alto se mareaban (los llamaban torpes).

También había dragones caprichosos. El protagonista de esta historia era uno de ellos. Era verde, pequeño y revoltoso. Se llamaba Draguidurú y siempre se empeñaba en conseguir las cosas más absurdas e inútiles, para desgracia de su amigo Dragodoró, que siempre tenía que acompañarle en todas sus locuras.

– Quiero volar hasta el pico más alto.
– Quiero nadar en el lago más dulce.
– Quiero encontrar la piedra más brillante.
– Quiero plantar en mi jardín las flores más bellas.

Y por más que Dragodoró trataba de impedírselo, Draguidurú siempre conseguía lo que quería. Hasta que una noche al pequeño dragón verde le entró un hambre feroz. 


– Dragodoró, ¿no te mueres de hambre?
– Un poco, ¿nos vamos a comer insectos al río?
– No quiero insectos, me apetece algo más suculento.
– ¿Y si nos llevamos algunos tomates del huerto de Dragadí?
– No quiero tomates, me apetece algo diferente.
– ¿Escarabajos peloteros? ¿Piñones? ¿Lombrices rebozadas en barro? ¿Higos dulces? ¿Amapolas bañadas en miel? ¿Abejorros con salsa de calabaza?

Pero todo lo que Dragodoró le proponía, era demasiado aburrido para Draguidurú, que se había cansado de comer siempre lo mismo.

– No lo entiendes, Dragodoró…¡quiero comer algo distinto! Quiero comer…

Y entonces la vio. Era blanca, brillante y muy apetitosa. Parecía un huevo de avestruz, pero mucho más redondo y perfecto. Draguidurú la señaló con el dedo y exclamó.

– Ahí está, ¡eso es lo que me quiero comer!

Draguidoró miró hacia donde su amigo señalaba y exclamó con sorpresa:

– ¿La luna? ¿Cómo vas a comerte la luna? ¡Te has vuelto loco!

Pero Draguidurú ya volaba en dirección al cielo, relamiéndose de gusto ante la idea de llevarse a la boca aquel apetitoso manjar. Poco le importaba a Draguidurú comerse la luna y dejar al resto de dragones sin ella. Total, ¿para qué servía la luna? Es cierto que iluminaba la noche, pero también podían hacerlo los dragones que expulsaban fuego.

Así que Draguidurú siguió volando y antes de que se diera cuenta estaba ante la luna. Era mucho más grande de lo que pensaba: tardaría días en devorarla. Pero como tenía un hambre feroz, el pequeño dragón verde comenzó a comer y a comer y a comer…

Estuvo catorce noches comiendo sin parar. Al principio nadie notaba nada, pero a medida que pasaba el tiempo, todos los dragones se dieron cuenta con terror de que la luna ¡estaba desapareciendo!

Cuando Draguidurú por fin se comió la luna entera, muy satisfecho, quiso contárselo a todo el mundo.

– ¡Ay qué ver lo sabrosa que estaba la luna! ¡Riquísima!

Y tanto presumió que la historia llegó a oídos del rey Sol.

– ¿Eres tú el dragón que se ha comido la luna?

Muy orgulloso, Draguidurú afirmó con la cabeza.

– ¿Querías haberla probado? Demasiado tarde, me la he comido entera.

Pero el rey Sol no quería comerse la luna. ¡Cómo iba a querer devorar a su compañera de trabajo! Sin ella, el rey Sol no tendría descanso y si el sol brillaba a todas horas, siempre sería de día. Al comerse a la luna, Draguidurú se había comido también la noche entera.

– ¿No te das cuenta de lo que has hecho? ¡Nos hemos quedado sin noche! Y todo por culpa de un dragón caprichoso…

Al darse cuenta, Draguidurú se sintió muy avergonzado y trató de disculparse. Pero el rey Sol no quería ninguna disculpa. Lo que quería era recuperar la luna. Así que llevó al dragón hasta la asamblea de estrellas.

(Imaginaros: ¡las estrellas sí que estaban enfadadas! Sin noche, ¿qué harían ellas?).

Después de discutir durante horas, la asamblea de estrellas obligó a Draguidurú a devolver la luna. Pero la luna era tan grande, que el pequeño dragón verde no pudo expulsarla toda de una vez. Tardó otros catorce días en ir sacando, pedazo a pedazo, la luna de su cuerpo.

Cuando terminó, la luna, redonda y blanca, brillaba en lo más alto del cielo. El pobre Draguidurú estaba agotado…

– Ahora que ya tenéis la luna de nuevo ¿puedo volver a mi casa? ¡Echo tanto de menos a mi amigo Dragodoró!

Pero la asamblea de estrellas no estaba dispuesta a dejarle volver a casa. Habían estado a punto de perder la noche y aquello no podía volver a suceder. Por eso la asamblea de estrellas condenó a Draguidurú a repetir su acto una y otra vez. Primero se comería la luna durante catorce días y cuando ya no quedara ni rastro de ella en el cielo, la iría expulsando día tras día durante otros catorce días.

Una y otra vez.
Una y otra vez.
Una y otra vez.
Para siempre.

Y es por esto que la luna va cambiando noche tras noche.

Y es por eso también que si nos fijamos bien, las noches en que la luna va menguando podemos descubrir los mordiscos del pequeño dragón verde Draguidurú, condenado para siempre a comer y devolver la luna cada veintiocho noches.
cuentoalavistaCuento | El dragón que se comió la luna


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